
Marta Robles: shopping, gourmet y tendencias en Venecia
Romántica, embriagadora, repleta de posibilidades... Venecia no defrauda con su plaza de San Marcos, sus cristales de Murano y su Café Lavena.
Por Marta RoblesVenecia me sorprende desde el instante en que subo al vaporetto con destino a la plaza de San Marcos, pero una vez allí tanta maravilla supera las expectativas y me hace reconsiderar que el hombre acabará por ser inmortal, a semejanza de su Creador.
Me siento tan pequeña que me refugio bajo el pecho de un león de la plaza de San Marcos y me inmortalizo con él. Recorro callejuelas minúsculas antes de alcanzar el Star Splendid sobre el río Orseolo. Desde su coqueta habitación 274 veo el canal y respiro la vida de Venecia.
Hace sol. Venecia con sol aún es más mágica así que me lanzo a la calle, para sentarme en el Café Lavena a imaginar las citas de la Marchesa Casati y el escritor Gabriele d’Annunzio cuando eran amantes y él tenía una casa en la isla de Lido mientras ella habitaba el Palacio Venier dei Leoni. Solían quedar en el Lavena, adonde ella acudía siempre vestida de blanco y acompañada por dos leopardos con collares de brillantes.
Tras un rato de nostalgia y un par de sándwiches que me cuestan más que un menú completo, decido dar una vuelta por las tiendas de la ciudad flotante antes de que anochezca.
En Venecia hay de todo: grandes firmas internacionales, anticuarios, tiendas de souvenirs… Los cristales de Murano convertidos en ceniceros, figuras, pulseras o anillos invaden cada rincón.
Tras los pasos de casanova
Vuelvo sobre mis pasos hasta San Marcos y me acerco hasta el Café Florian para tomarme un spritz, ese cóctel hecho con Campari, soda y vino blanco, ligeramente amargo, cuyo rojo intenso reluce entre los bermellones de este local con historia, al que el mismísimo Casanova llevaba a sus conquistas.
Tras el spritz alcanzo el embarcadero donde relucen, iluminadas por la luna llena, la iglesia de Santa María de la Salute y la Giudecca, la isla de enfrente.
Ceno en Ai Do Forni, un restaurante habitual entre la burguesía acomodada veneciana, especializado en risottos y pescados de la laguna. Elijo vieiras y cigalas, pasta con calamaretti y un tiramisú, regados con vino blanco, como una americana que cena sola a mi lado, y termino con una grapa de arándanos hecha por el propio camarero.
Camino de vuelta despacio por las calles venecianas entre canales donde se refleja la luz de la luna. Todo parece sobrenatural, incluso una pareja que se besa sobre un puente como si estuviera sola en la ciudad.
El día se extingue acunado en una góndola.
Me levanto temprano con infinitos planes. El primero tomar un café en el Harry’s Bar y reservar para la cena. Y después de nuevo al vaporetto, que me deja bajo el puente de La Academia, cuya colección de paisajes contiene la esencia de esa Venecia imaginada antes que conocida: Canaletto, Guardi, Veronese, Tintoretto, Bellini, Giorgione, Tiziano, Tiépolo…
Dejo la Academia y me detengo apenas unos minutos en la Galleria d’Arte Tótem Il Canale, dedicada al arte africano y a la joyería de la ciudad. Me conquista un collar de las llamadas perlas venecianas y me lo llevo de camino hacia la tienda de las famosas friulanas, las zapatillas de diseño oriental hechas a mano en cuerda y terciopelo, que antaño usaban los gondoleros, donde compro varios pares.
Arte moderno
Sigo hacia el Palacio Venier dei Leoni —conocido como el palazzo non finito por estar trucada en el primer piso su fascinante estructura arquitectónica—, que alberga la colección de Peggy Guggenheim, la excéntrica coleccionista americana que estuvo casada con Max Ernst. Tras su muerte, la fundación de Nueva York que lleva su nombre organizó el concepto museístico de este lugar en cuyo jardín están enterrados sus amados perros, junto a la propia Peggy y donde también se encuentra el famoso árbol de Yoko Ono, de cuyas ramas los visitantes cuelgan sus deseos.
Leyendas en las paredes, una terraza sobre el agua, las pinturas de Dalí o Max Ernst entre esculturas de Giacometti o Calder hacen que este museo sea imprescindible en la visita a la ciudad de los canales.
Paro en la iglesia de Santa Maria de la Salute, dedicada a esta virgen a la que los venecianos adjudican el triunfo sobre la peste y paso primero por el puente de l’Umiltá y luego por el puente mágico y secreto de la Ca’bala (la cábala).
Un poco más adelante encuentro la Pensión Calcina, donde se hospedó Ruskin, en cuya terraza es un placer comer al sol. Elijo gamberetti con polenta y un vino blanco verdicchio.
Tras la comida, de regreso a San Marcos, veo gatos en las tiendas y en la calle y recuerdo aquellas naves que volvían de Oriente en el siglo XIV repletas además de con preciosos cargamentos, de esas ratas portadoras de la peste.
Los venecianos importaron de las islas Dálmatas a su enemigo histórico, el gato, que se convirtió en un veneciano más. Según un proverbio Dáncalo, “Dios creó al gato para dar al hombre la posibilidad de acariciar a la pantera”. Bien lo sabía Hugo Pratt, creador de Corto Maltés. Nacido cerca de Rímini y criado en Venecia, le fascinaban estos animales anárquicos y libres.
Saboreando el lujo en Pucci y Harry's Bar
Por la tarde sólo tengo un capricho: los inconfundibles estampados de Pucci que se pagan a precio de diamante. Nada más adecuado para una cena en el Harry’s Bar, el restaurante más animado de Venecia. Quienes no han reservado mesa solo pueden optar a un bellini —un cóctel de champán y melocotón— en la barra.
Yo la tengo y puedo disfrutar de un excelente tartar de atún y fegato a la veneciana y del espectáculo del propio público que conforman el todo Venecia y viajeros pudientes de todos los rincones del globo. Es el restaurante más divertido y probablemente más caro de la ciudad.
Al día siguiente, el de mi partida, me acerco hasta la isla de Lido donde encuentro el famoso Hotel des Bains, en el que se rodó Muerte en Venecia, cerrado para ser reconvertido en apartamentos.
Huyo hasta la isla de San Lázaro donde recupero un poco de poesía al comprar el vartamush, la mermelada de pétalos de rosa que entusiasmaba a Lord Byron.
Y termino recorriendo el Arsenale hasta encontrar uno de los restaurantes preferidos de Hugo Pratt, Al Covo, donde le pongo fin a este viaje.
En el siguiente trazaré otro recorrido y disfrutaré de otra Venecia. Son tantas dentro de la misma que puedo elegir: sé que ninguna me defraudará.

Nuestros viajeros
Marta Robles
La periodista nos descubre sus rincones preferidos de la Venecia más chic
Descubrir el arte. Desde los pintores de la escuela veneciana que contemplo en la Academia, hasta las obras de Dalí o Giacometti del
Museo Peggy Guggenheim, el arte fluye en Venecia.
'Shopping' adictivo. Más allá del souvenir, hay joyitas de anticuario, prêt-à-porter de las grandes maisons de moda y artesanía para dar carácter a cualquier rincón de la casa.
'Frutti di mare'. Calamares, sepia y mejillones son algunos de los bocados estrella del restaurante Corta Sconta.
La hora del brindis. El bellini (un aperitivo de vino espumoso y melocotón) es el trago más genuino de Venecia. Además hay cócteles como
el spritz (de Campari, soda y vino blanco) que rivalizan en popularidad con los muy italianos espresso y capuccino.
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